domingo, 12 de agosto de 2007

Trescientos kilómetros por un beso.


Pau y yo nos conocimos hace cuatro años en el trabajo y empezamos a hablar; hablábamos en las escaleras, en la calle, en la oficina (de escritorio a escritorio). Y después de trabajar seguíamos hablando por teléfono. Hablábamos sobre cuestiones laborales, personales, generales, existenciales y sobre los cambios climáticos, también. Y, tengo que decirlo, si no hubiese sido por ella (la que dicta) actualmente seguiríamos sólo hablando. Pero fue por ella que un día, uno cualquiera, uno más de los tantos en los que hablábamos (era sobre la vida, me lo acuerdo) sucedió lo que tenía que suceder: me invitó a ver el mar. Ahí nomás nos fuimos, sin mucho preparativo, sin ninguno, el mate estaba en el auto (costumbre que conservamos), también los cigarrillos (hábito que dejamos desde la concepción de nuestras hijas); el tanque se podía llenar y la noche podía extenderse hasta las nueve de la mañana (ni un minuto más, so pena de quedar registrado el tarde en la ficha de entrada).

El destino era el mar, ya lo dije, así que nos daba lo mismo la playa que fuera; empezaba a correr la urgencia por llegar; si algo iba a suceder, seguro sería allí. Y sucedió: supimos que desde antes de salir estábamos muertas de amor. Llegamos al mar, la playa (no sabemos cuál) oscura, desértica, helada. Ya en la arena sólo un beso; el primero, el inicial y después, el regreso.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Chicas, ¡Qué linda historia! quiero saber cómo sigue. Cuenten más.

Ana dijo...

Ya iremos contando, a medida que la vida nos lo permita y no se nos metan las urgencias (como brindar por la salud que les deseamos fervientemente a Santiago, Jazmín y Abril). Pero seguiremos, prometido, gracias por estar de ese lado.